Good girls also make noise.

Good girls also make noise.

No se muy bien cómo empezar este post, porque es bastante personal, y vais a conocer cosas de mí que no a todo el mundo he contado.

Así, para no aburrirte mucho con tantos detalles, terminé mis dos carreras universitarias, tenía una pareja estable (más estable que un mueble de Ikea), trabajaba, no salía mucho de fiesta, llegaba a casa a mi hora, no contestaba a mis padres. . , y no bebía alcohol… Vamos, todo lo que la sociedad dice que necesitas para ser una "niña 10" o, al menos, para que tus padres te miren con cara de orgullo, como si fueras su pequeña obra maestra.

Pues bueno, aunque todo parecía ir bien, yo notaba una presión en la garganta que no me dejaba en paz. Y os voy a ser honesta, pensé que era asma (porque, vamos, yo soy asmática desde que era una mini-personita). Así que, como todo profesional en la materia, me eché el ventolín como si fuera agua fresca, pero nada, la presión seguía ahí, ¡como un dolor de cabeza que no se quiere ir! No entendía qué pasaba, intentaba ser mejor cada día, investigar de dónde venían mis problemas, preguntarme por qué por las noches la presión se sentía como si estuviera tragando una piedra... Hasta que un día, desesperada, fui al médico con lo que Creía que era un "ataque de asma", y vi al médico escribir en su ordenador: "ansiedad". ¡Jajajaja, qué mona fui! ¿Ansiedad? ¿De verdad?

Empecé a buscar cosas que realmente me gustaban. Como te conté en el post anterior, todo aquello que me hacía feliz no lo estaba haciendo por dos razones: primero, porque socialmente no estaba muy “de moda”, y segundo, porque mi bolsillo me miraba como si fuera a pedirle un préstamo. Engañaba a mi cabeza de una forma estúpida, porque para pintar, no necesitaba gastarme más de 10€ al año. Desde que era una niña bastante pequeña, siempre rondaba por mi cabeza la idea de irme a África. Y aunque para mis padres eso sonara a una locura salida de ese cuadrado tan cuadrado que llaman "vida", siempre he sido de estar más en casa que una tostadora, con miedo a ir a cualquier lado sola... ¡Pero me fui! ¡África! Total, ya tenía las maletas hechas y todo pagado, y aunque me dijesen que no, con 25 años me sentí lo suficientemente maduro como para tomar decisiones tontas (y emocionantes). Y no os voy a vender la moto de que todo fue un cuento de hadas, porque estando en el aeropuerto casi me hago caca encima. Mi cabeza gritaba "¿A dónde vas, Sandra? ¡Si estás tan bien en casita!" (Pero eso ya te lo contaré más adelante).

Allí, en África, esa presión y angustia que me impedían tragar tranquila, ese bichito llamado ansiedad, ¡desapareció! Disfruté como una niña en una tienda de caramelos. Pero claro, cuando regresó a España, ¿adivinas qué pasó? ¡Bingo! El bichito decidió que era hora de volver a saludarme. Así que paré un segundo, me miré al espejo y dije: “Sandra, algo está fallando y ya basta de poner excusas, ¡es hora de cambiar cosas!” Empecé a darme cuenta de que había cosas en mi vida que no estaban alimentando mi felicidad, como la relación con mi pareja, que ya no era la misma. Empezamos a caminar en direcciones opuestas, y lo que había estudiado tampoco estaba dando los frutos que me vendieron como si fuera un árbol de manzanas de oro después de la universidad. Pensé que iba a encontrar el trabajo de mis sueños en cuanto me graduara, como el abrefácil de los paquetes, que al final terminaría siendo una guerra hasta que agarras las tijeras. Las dos carreras que estudié no me desagradan, pero de repente descubrí que lo mío era la integración social. ¡Vaya giro! Me sentí como si estuviera en un bucle de "adulto pero sin saber qué hacer". Tenía 25 años, pero vivía la misma vida que cuando tenía 17. Así que, claro, dejó el trabajo en el que estaba. En casa, solo hablaba de África, porque era lo único que me había hecho sentir tan feliz, como cuando encontrabas el Wi-Fi gratis. Me sentí mayor, o más mayor, pero seguía dependiendo de mis padres como si fuera la niña que no sabe ni hacer un café. No encontraba nada que me motivase, y hasta me veía más fea y menos atractiva (y eso que solía tener una seguridad en mí misma que hasta me daba miedo). ¡Un caos de emociones y cambios, vamos!

Empecé a conocer a otro chico... ¡Y ostras! Ahí estaba yo, saliendo de esa perfección de "hija modelo" que siempre había sido. Rompía con el cuadrado perfecto, ese que tiene medidas exactas para ser una persona "de bien". Y claro, todos esos cambios en mi vida parecían ser una decepción para algunos que me rodeaban, como si de repente me hubiera convertido en una especie de rebelde sin causa (cuando en realidad solo quería dejar de vivir como si estuviera en una película de los años 50, súper aburrida). Eliminar mi trabajo, mi pareja y descubrir un continente que me robaba el corazón pero que, según algunos, era "tercermundista" no encajaba ni de cerca con el guion de "hacer las cosas bien". Un día recibí un "Yo apostaba por ti, Sandra", como si hubiera tirado mi vida a la basura, cuando lo único que estaba haciendo era reciclarla.

Por fin decidí conocer a mi psicóloga. Nunca me lo había planteado antes, la verdad, principalmente por temas de dinero. Pero un día, después de pedir mi sexto paquete de Shein del mes, pensé: “¿Y si en vez de seguir acumulando ropa que no necesito, invierno en curar mi salud mental?”. Porque, a ver, cuando te duele la garganta, vas al médico; cuando te duele el bíceps, vas al fisio; cuando te duele el pie, vas al podólogo; cuando te duele la muela, vas al dentista… Pero cuando te duele la mente o el corazón, ¿por qué no vas al psicólogo? ¡Si todo es un tema de salud! Y oye, mejor invertir en lo que realmente necesita un ajuste que en otro vestido que siendo realista, no vas a usar.

Era la primera vez en mi vida que me iba a sentar en un sofá frente a una persona que ni conocía ni sabía de dónde había salido, a contarle todo mi rollo. Probé con varias psicólogas, pero no lograba conectar con ninguna. Es como cuando buscas un entrenador personal, ¿no? Tienes que sentirte cómodo y tener algo de "química", o si no, el entrenamiento no va a funcionar. ¿De verdad vas a abrirle el libro de tu vida a alguien con quien no te llevas ni un poquito? ¿Vas a contarle un drama familiar a una persona que no te empatiza ni un poco? ¿En serio te atreverías a compartir tus secretos más profundos con alguien que no conecta contigo? Ir a terapia, como muchas cosas en la vida, tiene su propio proceso, y claro, hay que tener paciencia y no rendirse. Al final, encontré a esa persona con la que, literalmente, me descalzaba en el gabinete (y no, no lo hacía porque me estaba dando mal la circulación, sino porque es lo que hago cuando me siento cómoda) y le contaba mi vida como si fuera una de mis mejores amigas. (Ah, y esto no lo he dicho, pero mis amigas ya estaban hasta el gorro de escucharme, siempre han estado al tanto de todos mis dramas. No soy nada de guardar secretos, soy muy afortunada de tener una gente tan increíble cerca que me cuida y me escucha como nadie).

Y sí, señoras y señores, el psicólogo duele . Vas a llorar, a reír, a quedarte sin aliento, a divertirte, a descubrirte, a gritar como si estuvieras en un concierto de tu banda favorita, o incluso a pensar que todo eso no sirve para nada. Pero mirad, a mí me abrió los ojos de tal forma, que ese bicho llamado ansiedad, hoy en día está tan pisoteado y machacado que me lo imagino como una pulga aplastada en una carretera. Y sí, es posible que en algún momento vuelva otro bicho nuevo a fastidiar, pero por ahora, ese no está por aquí. Mi vida no es un arcoíris (¡a quién quiero engañar!), claro que no, aún tengo cosas rondando en la cabeza. Siempre digo que mi cerebro está lleno de colores, pero a veces esos colores se mezclan con agua y, ¡oh sorpresa!, no se ven tan bien. Tengo ideas difusas, como una pintura de un artista que no sabe si está haciendo arte o un desastre.

Y ahora sí, voy al lío. En una de mis primeras sesiones, mi psicóloga me lanzó una de esas preguntas tan clásicas: “¿Cómo eras de pequeña, Sandra?” Y yo, con toda la seriedad del mundo, le solté: “Pues siempre fui muy buena, tranquila, no di mucha guerra. En el cole, siempre me portaba bien, era una estudiante ejemplar... bueno, al menos aprobaba todo. Estudié dos carreras, no me gusta salir de fiesta, no bebo alcohol... Siempre he sido muy obediente, muy cariñosa, muy apegada a mis padres...” Y ella, como si no hubiera escuchado suficiente, me suelta: “¿ ¿Y tienes hermanos? ¿Cómo son ellos?” Y yo, con cara de “prepárate para la novela”, le digo: “Sí, tengo una hermana pequeña. ¡Es un terremoto! Ella es como un torbellino, va y viene cuando le da la gana, ha sido más fiestera, más escandalosa, más nerviosa, más activa… Los estudios, bueno, no son lo suyo. Es una guerrilla, porque según mi madre, ella siempre ha sido la que daba más guerra. Eso sí, es más cariñosa y mucho más pegada a mis padres. ¡Es un bicho!” Esta conversación fue una de esas que hicieron que mi cerebro, mi garganta y mi cuerpo respiraran hondo. De repente entendí muchas cosas que me agobiaban en la vida y, sobre todo, en casa.

"¿Sabes qué es lo que pasa, Sandra?" me dijo mi psicóloga, con esa calma de quien sabe que está a punto de soltar la bomba. "Las niñas buenas también dan guerra. Las niñas buenas también pueden tener cambios en sus vidas. Las niñas buenas también pueden enfadarse, gritar y llorar. Las niñas buenas también pueden salir de fiesta. Las niñas buenas también crecen, toman decisiones, y sí , las niñas buenas también se equivocan. Y no importa si hacen cosas que parecen de 'niñas malas', eso no las hace peores, ni las hace decepcionarte". Y en ese momento, mis neuronas hicieron un ¡plop! y mi cuerpo, por fin, se relajó. Fue como si todo el estrés de meses se fuera por el desastre.

Lo que pasó es que decidió que mi vida no estaba siendo lo que necesitaba. Sí, todo parecía perfecto: iba por el camino "correcto", todo estaba aparentemente bien, y sí, un viaje a África me hizo ver las cosas de otra manera (porque, claro, todo el mundo dice que esos viajes te cambian la vida). ... y, oye, tal vez sea cierto, pero yo aún sigo dando vueltas). Pero lo que sé de verdad es que empecé a hacer cambios en mi vida para sentirme bien conmigo misma. Decidí hacer cambios para estar en paz. Decidí poner parches en mi mochila que me funcionaran a mí, no a los demás. Que si dejé a mi pareja, cambié de trabajo, me interesé por algo que no había estudiado, o decidí pasar menos tiempo en casa para distraerme, ¡pues no significa que estaba engañando a nadie! Estaba simplemente haciendo lo que me hacía feliz. Y punto.

Este año, lamentablemente, perdí a mi abuelita, y fue tan rápido que ni me di cuenta. Si es que se puede sacar algo bueno de la muerte (aunque suene raro), es que aprendes a valorar más cada día. Te das cuenta de que lo importante es el ahora , de que hay que cuidar lo que quieres y disfrutar de lo que realmente te hace feliz. Y sí, las niñas buenas también hacen ruido... pero ojo, ¡que el ruido no siempre es molesto! A veces es ese sonidito que te recuerda que tienes que vivir con ganas, sin esperar a mañana.

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